Tras la deliciosa cena en
uno de los restaurantes más selectos de la ciudad, decidieron marcharse a casa.
Ambos estaban cansados, la semana había sido larga y dura. Sin embargo, en
cuanto cerró la puerta del apartamento y se volvió hacia ella de forma
ceremoniosa y torciendo la boca con esa sensual sonrisa suya que tan bien
conocía, supo sin lugar a dudas que les esperaba una gran noche.
No fallaba, la atracción
que sentían el uno por el otro no se agotaba nunca. Bastaba una sola mirada,
una sola palabra pronunciada en ese tono autoritario y chulesco que empleaba
con ella en la intimidad, para caer rendida a sus pies. Su total entrega y confianza
ciega y absoluta por más descabellada que fuera la fantasía sexual que se le
ocurría, también hacían que él vibrara de placer con cada encuentro.
-Vamos nena, desnúdate
-le ordenó con voz tajante, mientras se aflojaba el nudo de la corbata y se
servía una copa.
-¿Cómo? -preguntó ella
con la garganta seca ante la expectativa.
-Has oído bien -le dijo
acercándose muy despacio y comenzando a desabrocharle él mismo los botones del vestido
que cayó a sus pies.
-Te quiero totalmente
desnuda y con los tacones puestos -continuó, muy cerca de su oído, mientras
besaba y mordisqueaba su mandíbula.
-Y ¿tú? -preguntó con voz
trémula.
-Yo estaré vestido y….
arrodillado entre tus piernas -le susurró.
Con sólo imaginarlo un
estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Para ella seguía siendo el hombre más
guapo sobre la tierra, su pelo negro azabache contrastaba con el verde ardiente
de su mirada, los labios carnosos, la blanca dentadura y un cuerpo de ensueño formaban
un conjunto al que ninguna mujer podía resistirse.
-Y es todo mío -pensaba
con gran satisfacción mientras seguía desvistiéndose lentamente bajo su atenta
mirada e indolente postura apoyado sobre
la mesa.
Cuando estuvo ataviada
simplemente con los zapatos de altos tacones, él comenzó a acercarse muy
despacio, casi con paso felino, la copa
en la mano… la mirada fija en ella. Al llegar a su lado tomó un largo trago y
pasó parte de éste a su boca a la vez que la besaba con pasión.
Es lo último que
recordaba con claridad a la mañana siguiente, cuando el rico aroma a café y a
galletas recién horneadas hicieron que se fuera despertando poco a poco
pletórica de felicidad.
Lo demás quedaba en otra
fantástica noche que recordar. Una
nebulosa producto de la mezcla de alcohol, placer y lujuria le impedía distinguir claramente entre
fantasía y realidad. Los zapatos de tacón que le había regalado por San
Valentín, el vestido negro, el resto de su ropa esparcida por el suelo, y él,
siempre él, acercándose a ella de forma peligrosa.
Amelia.
Galletas
de mantequilla.
¿Sabías qué…?
El origen del día de los
enamorados se remonta al Imperio romano.
San Valentín era un
sacerdote romano del siglo III. Cuando él ejercía gobernaba el emperador
Claudio II. Éste para reclutar mejores soldados, libres de ataduras, decidió
prohibir la celebración de matrimonios entre jóvenes enamorados.
El sacerdote consideró
totalmente injusto el decreto y continuó celebrando dichos matrimonios en
secreto. De ahí que se popularizara el nombre de San Valentín como patrón de
los enamorados.
Amelia.
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ResponderEliminarSin palabras......
ResponderEliminarEl relato me ha encantado y las galletitas más!!!! Un beso chicas
ResponderEliminarGracias Hada!!! También a nosotras nos han encantado tus galletas del día de los enamorados. Un beso.
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